Son las 18 de la tarde. La mesa está puesta. La vajilla de porcelana que abandona su ropero dos veces al año está perfectamente acomodada, a su alrededor, los utensilios de vieja y bien pulida plata y las servilletas de tela que es mejor ni acercarse a la boca. La cena navideña ha empezado. 18 personas sentadas en una larga mesa urgidas de actualizar los acontecimientos del año: el viaje a Japón, la nueva casa en el lago de Constanza, el proyecto de huerto comunitario del que sé más de lo que quisiera. Las voces se alzan con el pasar de los minutos y los elaborados platos navideños. Los egos exigen la atención de aquel que se deje o se despiste. Tras 127 minutos de discursos simultáneos, mi cabeza me abandona de a poco. Las palabras suenan cada vez más lejos, con nublado eco alcanzo a escuchar un último “ja, ja”[1] y después nada, un silencio extendido que da descanso a mis oídos rojos de escuchar tanto alemán. Mi mente vuela lejos mientras mi cuerpo sigue ahí, apoyándose en el vino que a cada trago me acentúa la sonrisa y logra sacar un “ja klar” [2] para fingir que sigo…