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Autor: admin

Ausente

Son las 18 de la tarde. La mesa está puesta. La vajilla de porcelana que abandona su ropero dos veces al año está perfectamente acomodada, a su alrededor, los utensilios de vieja y bien pulida plata y las servilletas de tela que es mejor ni acercarse a la boca. La cena navideña ha empezado. 18 personas sentadas en una larga mesa urgidas de actualizar los acontecimientos del año: el viaje a Japón, la nueva casa en el lago de Constanza, el proyecto de huerto comunitario del que sé más de lo que quisiera. Las voces se alzan con el pasar de los minutos y los elaborados platos navideños. Los egos exigen la atención de aquel que se deje o se despiste. Tras 127 minutos de discursos simultáneos, mi cabeza me abandona de a poco. Las palabras suenan cada vez más lejos, con nublado eco alcanzo a escuchar un último “ja, ja”[1] y después nada, un silencio extendido que da descanso a mis oídos rojos de escuchar tanto alemán. Mi mente vuela lejos mientras mi cuerpo sigue ahí, apoyándose en el vino que a cada trago me acentúa la sonrisa y logra sacar un “ja klar” [2] para fingir que sigo…

La del espejo

Hace un par de días me paré frente al espejo, no parece nada extraordinario, pues como en la vida de casi todos, es algo que hago con regularidad. Me encuentro en su reflejo mientras me cepillo los dientes o el cabello. A veces me veo en él de reojo mientras camino, pero todo es tan de prisa que no presto mucha atención. Está vez, sin embargo, el reflejo jaló mis ojos como imán al metal. Me di cuenta de que la imagen del espejo no era la que mi memoria guardaba de mí. Me detuve y me observé. Mi piel había tomado un ligero aire de madurez y en el proceso difuminó un poco la luz natural que noblemente regala la juventud; mis mejillas eran un poco más grandes que antes -no sé si esto último sea culpa de los años o de la pandemia, que con sus cuarentenas me puso mucho tiempo en la cocina. Las ojeras que llegaron temprano a mi vida, mitad genética y mitad vivencias e insomnios, se mantenían intactas gracias a la falta de sueño que viene con la maternidad. Curiosa inspeccioné cada parte de mi rostro hasta llegar a las pupilas en donde encontré…

Decir no en tiempos de pandemia

No es de sorprenderse que tras más de un año de pandemia los ánimos estén un tanto agotados. El hastío está ahí, a veces discreto y otras revelador, pero se ha vuelto un fiel compañero. Poco a poco surgen nuevas situaciones que alimentan este conocido “estrés pandémico”. El cansancio físico de solventar más de una cosa al mismo tiempo: trabajo, casa, hijos, hobbies; las demandas de emplear este tiempo “extra” de manera sabia y un extenso y abrumador etcétera.  Entre todos esos disparadores de estrés, hay uno del que poco se habla y mucho agobia: el estrés de decir no.   Que cosa más estresante puede ser el tener que decir no cuando quieres decir sí. Frenar un encuentro del que se tiene no solo ganas, si no necesidad. Pero pandemia. Son tiempos de cuidarse y de cuidarnos, esta demanda, aunque global, resuena de manera diferente en cada individuo, respondiendo cada quién a sus propio riesgo, necesidad o necedad. Hay quienes se muestran indispuestos parcial o completamente a modificar su día a día y hay quienes, por motivos varios, no tienen otra elección; hay quienes también están en el punto medio. Decir no fue sin duda uno de los retos…