Hace un par de días me paré frente al espejo, no parece nada extraordinario, pues como en la vida de casi todos, es algo que hago con regularidad. Me encuentro en su reflejo mientras me cepillo los dientes o el cabello. A veces me veo en él de reojo mientras camino, pero todo es tan de prisa que no presto mucha atención. Está vez, sin embargo, el reflejo jaló mis ojos como imán al metal. Me di cuenta de que la imagen del espejo no era la que mi memoria guardaba de mí. Me detuve y me observé. Mi piel había tomado un ligero aire de madurez y en el proceso difuminó un poco la luz natural que noblemente regala la juventud; mis mejillas eran un poco más grandes que antes -no sé si esto último sea culpa de los años o de la pandemia, que con sus cuarentenas me puso mucho tiempo en la cocina. Las ojeras que llegaron temprano a mi vida, mitad genética y mitad vivencias e insomnios, se mantenían intactas gracias a la falta de sueño que viene con la maternidad. Curiosa inspeccioné cada parte de mi rostro hasta llegar a las pupilas en donde encontré…