Son las 18 de la tarde. La mesa está puesta. La vajilla de porcelana que abandona su ropero dos veces al año está perfectamente acomodada, a su alrededor, los utensilios de vieja y bien pulida plata y las servilletas de tela que es mejor ni acercarse a la boca. La cena navideña ha empezado.
18 personas sentadas en una larga mesa urgidas de actualizar los acontecimientos del año: el viaje a Japón, la nueva casa en el lago de Constanza, el proyecto de huerto comunitario del que sé más de lo que quisiera.
Las voces se alzan con el pasar de los minutos y los elaborados platos navideños. Los egos exigen la atención de aquel que se deje o se despiste.
Tras 127 minutos de discursos simultáneos, mi cabeza me abandona de a poco. Las palabras suenan cada vez más lejos, con nublado eco alcanzo a escuchar un último “ja, ja”[1] y después nada, un silencio extendido que da descanso a mis oídos rojos de escuchar tanto alemán.
Mi mente vuela lejos mientras mi cuerpo sigue ahí, apoyándose en el vino que a cada trago me acentúa la sonrisa y logra sacar un “ja klar” [2] para fingir que sigo ahí cuando en realidad divago internamente entre las dudas existenciales que me habitan y la nostalgia que nace de un viaje sin regreso.
Esa fue la primera vez que me ausenté de cuerpo presente. Fue una especie de primitivo reflejo de supervivencia para no arrancarme la piel de las piernas intentando descifrar un idioma que apenas escuchaba hace un par de meses y que me obligaba al silencio, robándome no sólo las palabras, también mi esencia.
Esta extraña -llamémosle- <habilidad> adquirida se convirtió con los años en la sala de escape momentáneo para subsistir también a las largas -y casi siempre agobiadoras- conversaciones sobre problemas inexistentes que no daban tregua al desvío. Esos intentos de charlas casuales incapaces de lograr despertar un poco de empatía: “que si el trabajo en el jardín de los vecinos es demasiado” salía de mí un <verstehe>[3], una sonrisa y mi mente ausente; “que si noviembre es oscuro, frío y lluvioso” un <verstehe>, una sonrisa y mi mente ausente; “que si los vecinos terminaron la fiesta una hora después de lo anunciado” un <verstehe>, una sonrisa y mi mente ausente.
Era un ausentarme automático, robótico y mágico que mantenía mis pies en el lugar, pero dejaba volar mi alma al infinito.
Debo confesar que esta herramienta de supervivencia y método de tolerancia comunicativa surgida en alemán, escaló por sí misma rangos y se presenta ante mí en los momentos más oportunos, frente a cualquier persona o situación incómoda y en cualquier idioma.
[1] En español: “sí, sí”
[2] En español: “sí, claro”
[3] En español: “entiendo”
Ausente- Ensayo para quedar mal. (Exagerado y ficticio- casi todo)
A.R
Sé el primero en comentar